«Un mundo al margen de la solidaridad no tiene ningún futuro»
El Teléfono de la Esperanza cumple este año su cincuenta aniversario. Medio siglo en el que ha recibido más de cinco millones de llamadas y ha formado a unas 25.000 personas voluntarias. En estos cincuenta años hay un tema que han atendido hasta en 400.000 ocasiones: el suicidio.
Por Mauricio H. Cervantes
Se estima que, en España, cada día, son 10 personas las se quitan la vida. Esa es la principal causa de muerte no natural en un país en el que un Plan Nacional para la Prevención del Suicidio sigue siendo una eterna promesa. Sin embargo, José María Jiménez (Castilruiz, Soria, 1946), que lleva 35 años como voluntario en el Teléfono de la Esperanza, es de las personas que trabajan para conseguirlo porque para él la situación no sólo es grave, sino también urgente.
¿Cuál es la importancia del voluntariado cuando el mundo atraviesa por momentos como esta pandemia?
Yo creo que es fundamental saber que hay sufrimientos y carencias a las que los poderes públicos no pueden llegar, a los que nunca llegan. Si no hay un grupo de ciudadanos que tengan como norte la solidaridad, que se sientan atraídos por el principio ético de tender una mano a los demás, entonces muchos problemas no tendrán solución. Uno puede llevar a un anciano a una residencia o darle medicamentos, pero hay otros valores como la ternura, la escucha o la cercanía, que difícilmente llegan por medio de un imperativo legal. Según yo, un mundo al margen de la solidaridad no tiene ningún futuro. O abrimos el corazón y el alma a las necesidades ajenas, o nos convertiremos en seres carentes de los valores que nos hacen realmente humanos.
Son 35 años los que lleva usted como voluntario. ¿Cómo nació esa vocación?
Yo era un joven profesor de filosofía, y en mis clases siempre trataba de transmitir a mis alumnos los valores éticos con los que considero que hay que fundamentar toda existencia que pueda ser calificada de “humana”: la generosidad, la solidaridad con quienes sufren, tender una mano a quienes tienen necesidades, la empatía…
Pero llegó un momento en el que creí que, aparte de mi tarea de educar en valores, yo mismo debía de dar un paso más. Y así fue como contacté con el Teléfono de la Esperanza. Inicialmente, y tras la preceptiva formación, colaboré como orientador atendiendo al teléfono. Luego, tras haber completado durante dos años un curso de terapia sistémica en la facultad de Medicina, en el departamento de Psiquiatría, colaboré atendiendo a parejas y familias ya como experto en terapia familiar. Y, finalmente, me llegó la responsabilidad de la vicepresidencia de la Asociación, que todavía ostento y que procuro ejercer con la máxima responsabilidad.
¿Qué le aporta esa actividad solidaria?
Por ser voluntario no me considero ni mejor ni peor. Yo soy una persona normal. Eso sí, creo que lo que uno se lleva es lo que ha hecho por los demás. Lo que a uno más satisfacción le da es cuando ha podido despertar una sonrisa o alentar una ilusión. O dejar encaminada una trayectoria que estaba desorientada. Eso a mí me ha llenado. Y me ha dejado mil veces compensado de las muchas, muchas horas que he dedicado al voluntariado.
En todos estos años, ¿Cómo han evolucionado las llamadas al Teléfono de la Esperanza? ¿Han cambiado los temas por los que las personas solicitan este servicio?
Las preocupaciones de la gente, hace cuarenta años y ahora en esencia son las mismas: problemas de soledad, problemas relacionales, problemas de situaciones personales, conductas depresivas o de ansiedad. ¿Qué ha cambiado ahora durante la pandemia? Pues que se han acentuado. Muchas personas, ancianos y no ancianos, padres e hijos, lo están pasando muy mal por la inseguridad de no saber cuándo terminará esta situación de miedo generalizado. Hay familias que no pueden verse y eso genera mucha ansiedad. Hoy la gente sigue sin la certeza de saber cómo se saldrá de esta situación.
Otro factor importante es las consecuencias derivadas del enclaustramiento. Hay personas que ante el miedo están llevando al extremo las precauciones, hasta el punto de romper relaciones. Tan malo es no ser prudente, como llegar a la pusilanimidad. Es muy difícil controlar esas situaciones cuando no existe la certeza de cuándo terminará el miedo. Y no es para extrañarse que la depresión, la ansiedad, y los problemas relacionales se hayan disparado cuando las condiciones sociales han sido tan complejas, y, sobre todo, inciertas.
El confinamiento ha disparado muchos problemas por soledad, depresión, falta de trabajo, adicciones, etcétera. ¿Cómo tener buena salud emocional en tiempos como éstos?
No es fácil. Junto con el virus, muchísimas personas también están siendo víctimas de otros virus no menos peligrosos. Me refiero a la angustia, a la ansiedad, al sentirse abocados en un callejón sin salida. Tenemos que cuidar mucho de nuestra cabeza. Debemos alejarnos de los pensamientos irracionales. Tenemos que ser capaces de combinar la prudencia, para no contagiar a los demás, con una cierta naturalidad en el comportamiento. No debemos caer en las garras del pánico.
Hay que tratar de buscar salidas. Incluso físicas. No hay que quedarse encerrados “en la cabaña”. Me refiero a esa especie de miedo enfermizo que nos encapsula, que nos impide abrir las ventanas al mundo, que nos priva de tener contacto con el otro, con la naturaleza. Extrememos las precauciones y la prudencia, pero sin dejarnos arrastrar por los miedos irracionales. Cada año recibimos miles y miles de llamadas de personas con problemas de soledad. Y durante la pandemia el teléfono ha sonado en torno a un 40% más respecto a años anteriores.
En España hay 10 casos de suicidio todos los días, es la primera causa de muerte no natural. Parece que, como país, algo no hacemos bien
Bueno, lo que habría que hacer, y en eso el Teléfono de la Esperanza está en primera línea, es insistir en la absoluta urgencia de que se implemente un Plan Nacional de Prevención del Suicidio. Nuestra asociación estuvo activamente presente cuando en el Congreso de los Diputados se presentó una proposición No de Ley para que se implementara ese plan. La proposición fue aprobada por todos los partidos, pero, hoy en día, seguimos sin que haya visto la luz. Se trata de una situación incomprensible.
Tocas un tema fundamental. De ahí que nosotros participemos en todos aquellos foros en los que se insta, se presiona, para que se implemente el plan. Porque muchos suicidios se podrían prevenir y evitar. La gente no quiere sufrir. Quienes se quitan la vida creen que están sufriendo tanto que no les merece la pena vivir así, pero si encontraran apoyo, y contaran con recursos en esos momentos de oscuridad, las cifras serían otras. El sufrimiento, en ese momento, es percibido como inevitable, como definitivo.
¿Cómo se actúa ante estas llamadas?
Nosotros recibimos distintos tipos de llamadas todos los días. Por ejemplo, las de personas con un suicidio en curso, es decir, aquellas que están ejecutando el acto, en cuyo caso se activa el protocolo de contacto con los servicios de asistencia para impedirlo. Pero también tenemos otras llamadas en las que te dicen: “mire, es que me vienen pensamientos … se me ocurren ideas de…”. Y lo cierto es que en muchos de esos casos basta con escuchar para tranquilizar a la persona. Hay que ser empáticos, no criminalizarlos, no culpabilizarlos. Hay que tratarlos con infinito respeto y hacerles ver que se pueden dar otra oportunidad.
Hablemos de los estigmas que acarrea el suicidio.
Te cuento una anécdota. Yo colaboro en un diario regional en el que, años atrás, no se publicaban artículos que trataran sobre el suicidio. En alguna ocasión me dijeron que era política de la empresa no hablar sobre ese tema: que era muy delicado, que podría causar el efecto imitación, etcétera. En fin, que hablar sobre el suicidio era un verdadero tabú. Yo conozco a una mujer, una doctora muy prestigiosa, que, refiriéndose a esta cuestión, confesaba: “yo pasé de ser la doctora ‘tal’ a ser la madre del chico que se suicidó”. Y alguien también muy cercano me decía que cuando le preguntaban por su hermano ella respondía “murió”, jamás que se había suicidado.
Gracias a Dios, el tabú se está derribando y está perdiendo fuerza. Hoy, cada vez más, se habla del tema con naturalidad. También, desde los medios de comunicación. Por supuesto, hay que hacerlo con la máxima delicadeza y huyendo del morbo, de los detalles innecesarios. Y, desde luego, y permíteme que insista, es necesario que los poderes públicos no den la espalda a un drama que acaba con tantísimas vidas al año. Es necesario que lo hagan visible, pues es de sobra sabido que lo que no se ve no existe, y a lo que no existe no se le puede poner remedio.
Vivimos en un mundo muy hostil…
Por supuesto que seguirá habiendo problemas familiares, de soledad, adictivos, ya lo creo. Muchos de ellos son tan antiguos como la propia humanidad.
Yo suelo utilizar el término “medeísmo”, recordando la tragedia griega “Medea” en la que la protagonista, desairada porque su esposo le ha sido infiel, decide vengarse de él dañando a los hijos. Y cuando el coro le pregunta “¿y te atreverás tú mujer a ir en contra del fruto de tus entrañas?”, ella responde: “sí, así quedará más dañado el corazón de mi esposo”. Te cuento esto porque los rencores, los odios, la disposición a hacer daño al otro en lo que más le duele, no lo hemos inventado en el siglo XX ni en el XXI. Eso es algo muy antiguo.
Afortunadamente también contamos con el voluntariado
En esos contextos de dolor, de sufrimiento, de soledades de desencuentros quizá el papel del voluntariado no sea otro que el de poner de manifiesto las fibras más sensibles del corazón humano. Somos gente que, en la medida de nuestras posibilidades, somos capaces de hacer algo por los demás. Te recuerdo esta frase, que me parece que es de la Madre Teresa de Calcuta, “es mejor encender una cerilla que maldecir las tinieblas”. O cómo cuando le decían, “pero madre, ¿no se da cuenta que lo que usted hace es sólo es un granito de arena en medio del desierto” ?, ella respondía, “sí, pero si yo no lo pusiera, entonces al desierto le faltaría ese granito de arena”.