«Nuestro valor añadido es transmitir alegría»
Samuel Ortega, un chico con una sonrisa espléndida y contagiosa, es voluntario en el CES Don Bosco de Madrid. Acompaña a personas sin hogar durante los “Desayunos solidarios”, además de realizar proyectos socioeducativos con menores en riesgo de exclusión
Por Fabián Samper
Samuel Ortega era gammer. No como cualquier chaval de ahora sino de los profesionales, de los que tienen contrato empresarial y ganan un sueldo por hacerlo. Ya casi lo era antes de llegar a España desde Venezuela y lo fue después, cuando llegó. Apenas había cumplido los 18 años. Le dedicaba tanto tiempo a los juegos que reconoce que hay semanas de su vida de las que no recuerda otra cosa que la pantalla de un ordenador.
Y jugar. Jugar de día y jugar de noche. A videojuegos como League of Legends, como Warcraft. Horas y horas. Hasta 12 diarias. En una ocasión más de 30. Los juegos le dieron satisfacciones —alcanzó el título de Maestro— y dinero, pero a cambio le reclamaron todo lo demás. La relación familiar se enturbió, los amigos escasearon, su mundo se redujo a cuatro paredes y una pantalla. Aquel trabajo, solitario, estresante y adictivo, terminó por pasarle factura. No física, pero sí mental. “Me sentía solo, muy solo. Vacío”.
Un día, cuando la situación se tornó insostenible y barajaba abandonar el hogar familiar, en un momento de lucidez inesperado, lo vio claro y dijo basta. “Fue una conversión”, reconoce. Desde aquel día Samuel Ortega es otro. Hoy, a sus insultantes 25 años y a punto de concluir sus estudios de Educación Social en el CES Don Bosco, en Madrid, rezuma felicidad. Y una sonrisa enorme.
¿Cómo llegas al voluntariado?
En verdad, siempre tuve una vocación de servicio dentro de mí, de que la pobreza y la marginación social no me fueran ajenas. Mi madre realizaba labores de apoyo educativo cuando vivíamos en Venezuela y, sí, claro, aquello debió de calar en mí. Fue esa vocación innata la me condujo a estudiar Educación Social en el CES Don Bosco, en Madrid, un centro adscrito a la Universidad Complutense. Fue allí donde conocí por primera vez el voluntariado.
¿Qué tipo de voluntariado ejerces?
En el CES Don Bosco de Madrid, un centro universitario regentado por diez monjas salesianas adscrito a la Universidad Complutense, mi labor es doble: por un lado, realizo tareas de organización y coordinación gracias a una beca; y de otro, de puro voluntariado, donde ayudo a cubrir las necesidades básicas de personas necesitadas en entornos complejos, por ejemplo, el de la estación de Príncipe Pío, en Madrid, atendiendo a personas sin hogar. Como digo, ofrecemos recursos básicos (comida, ropa de abrigo, mantas, medicamentos y cosas así), pero sobre todo damos calor humano. Intentamos que no estén solos, aunque solo sea ese rato. Buscamos motivarles, darles esperanza, estar ahí. La mayor herida de Europa es la soledad. Nosotros damos calor humano, ese abrazo que tanto necesitan. No tenemos soluciones a todos sus problemas, pero sí podemos abrazar su realidad del día a día.
¿Cuánto tiempo le dedicas?
Unas 5 horas durante la semana y otras tantas los domingos. Después de mis clases en la Universidad, casi todos los días, estoy un rato con gente que me puede necesitar. No me cuesta nada pararme diez o quince minutos con las personas que viven en la calle y hablar un rato. Ellos me lo dicen. Más que el dinero o la comida valoran la conversación. Con un simple hola, con mirarles a los ojos les basta porque así dejan de ser invisibles por unos instantes.
Luego está mi labor de voluntariado de los domingos, que no está vinculada a la Universidad. Ahí estoy unas tres o cuatro horitas, desde las 10:15 de la mañana hasta las 14:00 horas de la tarde. Una monja salesiana siempre nos acompaña. Algunas son tan mayores que ya no pueden venir y pasar tantas horas en la calle, de pie, al frío, pero hacen otras actividades, ofrecen una ayuda indirecta, como coserles ropa y especialmente a través de la oración.
¿Cuántos jóvenes participáis en ese grupo?
Somos 54 jóvenes de la parroquia San Carlos Borromeo de Villanueva de la Cañada. Y en el de la Universidad, otros 43. A eso hay que sumar un grupo más de apoyo socioeducativo en el que hay otros 25. En total, entre una y otra acción de voluntariado, somos más de cien jóvenes. Hay de todo, desde estudiantes de ingeniería a estudiantes de Derecho, de Psicología, de Magisterio. De todo. Y todos de entre 18 y 25 años.
¿Qué maneras de ejercer el voluntariado tenéis en la Universidad?
Hay dos formas: una es el de “Desayunos Solidarios” con personas sin hogar (hay dos voluntariados de este tipo), y el otra es de carácter socioeducativo (se organizan ocho voluntariados), donde vamos a lugares como la Cañada Real y realizamos labores con niños que carecen de recursos. Ahí participo más en tareas logísticas, organizando y coordinando, buscando voluntarios universitarios que participen de estas actividades.
¿Qué aportáis? ¿Cuál es vuestro valor añadido?
Mira, a mí me lo dijo una monjita de Don Bosco. Me sujetó del brazo y me dijo: transmitís alegría y entusiasmo. Yo ya soy mayor y no puedo transmitir esa alegría. Bueno, pues seguramente llevaba razón. Ese es nuestro valor añadido.
¿Cuál es para ti la parte más compleja de tu voluntariado?
Seguramente saber distinguir entre la persona y la droga. El 99 % de las personas con las que compartimos en la calle tienen problemas de drogas. Separar la droga de la persona no es una tarea sencilla. Es la parte más dura, sin duda, pero también la más bonita y gratificante. Fíjate, durante nuestras visitas ellos se comprometen a no tomar. Lo hacen por respeto mutuo. Así, en estos dos últimos años, hemos logrado crear un vínculo afectivo que se refuerza cada semana.
¿Qué son los “Desayunos Solidarios”?
Es una actividad sencilla que hacemos desde la Universidad. Repartimos desayunos entre quienes más lo necesitan. Los domingos, a eso de las 10:15 horas, estamos frente a la estación de Príncipe Pío y ofrecemos café y algo de comer. Durante los meses de invierno, con el frío de Madrid, estas personas suelen cobijarse en los pasillos y las escaleras del Metro. Llevamos lo que podemos, muchas veces cosas de nuestras propias casas, bocadillos, cosas así. Pero ¿sabes qué? La mayoría no busca el calor del café o el caldo que les damos, buscan calor humano. Me lo dicen mucho. Me dicen: “oye, cuando me sonríes, me alegras el día” o “con uno de tus abrazos ya me has alegrado la semana”. Se trata de estar un ratito con ellos. Conversar, escucharles. Algo muy sencillo. Pero esto es más una acción solidaria, de entrega, de servir a las demás personas, que es la parte más eclesiástica de mi voluntariado.
También trabajas con menores en situación de exclusión.
Sí, bueno. Ahora estoy de prácticas en pisos tutelados con la Fundación Diagrama. Es ahí donde tratamos con menores extranjeros no acompañados. A veces no es fácil, pero se trata de quedarme con lo bueno, reforzarlo y no tolerar lo malo. Nos enfocamos en su desarrollo personal. Al final, son muy vulnerables. En el piso de prácticas donde estoy yo tienen entre 12 y 17 años, y claro, cada cual es un mundo.
Una vez dejes la Universidad, ¿seguirás vinculado a labores de voluntariado?
En realidad no sé a qué me dedicaré en el futuro, no lo tengo claro todavía. Lo que sí sé es que quiero seguir con mi servicio. He estado también trabajando con temas de prostitución y asuntos criminales. También en residencias con personas con alzheimer con personas mayores… Se aprende tanto con estos colectivos que no sé… Es una suerte haber podido conocer tantas realidades diferentes con mi edad.
Para acabar, ¿qué le dirías a quienes se plantean hacer voluntariado?
Pues que todas las personas pueden hacerlo. Las puertas están siempre abiertas, a cualquier edad. Lo único que se necesita son ganas. Ganas y un corazón dispuesto.