JONÁS CANDALIJA, PERIODISTA
Ha pasado más de un año desde que nuestra vida y la de millones de personas en el mundo sufrió un ‘reseteo’. La nueva normalidad cada vez es más ‘normal’ y el mundo antes de marzo de 2020 queda atrás como un recuerdo. Sin embargo, en esta nueva ‘realidad postpandémica’ que se enhebra día a día intentando vestir de esperanza el futuro no podemos olvidarnos de quienes ya quedaban rezagados antes de la crisis.
El sistema educativo fue uno de los primeros en sufrir las consecuencias del cierre precipitado de la actividad, poniendo a millones de estudiantes en sus casas. Muchas personas aplaudieron. Los avances tecnológicos volvían a brindar la oportunidad de demostrar que han venido para mejorar la vida de las personas. Quedaba demostrado que la tecnología podía romper las barreras que levantaba en esta ocasión un virus. Las loas a los avances de la educación online, las dinámicas de grupo a distancia, las reuniones virtuales…Todo había venido para quedarse indefinidamente.
Una de las imágenes que me quedó grabada de los primeros meses de confinamiento fue la de un niño tumbado con una vieja tableta junto a la puerta de su escuela cerrada. Eran días de toque de queda y confinamiento ¿Qué hacía si no estaba permitido estar en la calle? Ese niño, lo que buscaba, era una WiFi a la que conectarse para seguir su clase ¿Qué había podido fallar?
La construcción de la realidad desde la perspectiva de personas no excluidas de la sociedad nos impide en ocasiones ver las grietas que ocultan la desigualdad y la pobreza
La construcción de la realidad desde la perspectiva de personas no excluidas de la sociedad nos impide en ocasiones ver las grietas que ocultan la desigualdad y la pobreza. Un prisma sesgado, en el que papá, mamá y los niños tienen móvil, tableta y portátil y son ‘responsables’, teletrabajando y estudiando en sus casas con fibra óptica, televisiones inteligentes y hacen la compra y ejercicio con apps de pago para mantenerse en forma sin pisar la calle. “Todo va a salir bien” nos repetíamos como un mantra, como si fuera a salir bien para todo el mundo. No. Siempre dejamos a alguien atrás. Y eso no está bien.
La brecha digital representa una de las aristas más peligrosas del progreso tecnológico. En el ámbito educativo, si no se dispone de acceso a un ordenador, internet o las habilidades necesarias para el uso de herramientas electrónicas, el tren pasa sin remedio. Pronto veremos las consecuencias de casi un año de educación confinada para quienes quedaron fuera.
La nueva normalidad ha traído el retorno indefinido del alumnado a las aulas. No sabemos cuándo llegará la próxima pandemia, pero sí sabemos que volverá a ser un reto para las personas en situación de exclusión digital. Los planes del Gobierno para 2050 quedan lejos. En el corto y medio plazo, debemos tender puentes para que las capacidades digitales no sean privilegio de una minoria.
Si no apostamos por una verdadera inclusión digital que conecte a la ciudadanía con su derecho a no ser excluída del avance tecnológico, durante los próximos años, seguiremos encontrando los restos del naufragio de la educación en cuarentena.